«De una Fenomenología de la Maldad»

Caín y Abél, Tiziano

De una fenomenología de la consciencia en el mal

Escrito por Leandro Posadas

Caín y Abel, Tiziano.

…Un condenado descendiendo sin lámpara

al borde de un abismo cuyo olor

traiciona la húmeda profundidad

de eternas escaleras sin peldaños…

Charles Baudelaire, Lo irremediable[1].

     Desde la antigüedad el mal ha sido representado a través de monstruos informes, reptiles gigantes, animales ponzoñosos, grandes señores. Tal multiformidad nos revela que «él» nunca anda escaso de apariencias, pues en esencia tales representaciones simbolizan, en parte, todas las fuerzas que turban, obscurecen, y debilitan la consciencia humana y determinan su regreso a lo indeterminado, a las sombras, a lo ambivalente, a la confusión: nuestras esperanzas y temores, caprichos y apegos del ego que alimentan continuamente nuestros conflictos interiores. No es de extrañar que para los Padres del Desierto cristiano (ss. II al V), los demonios no tuvieran una diferencia explicita con los «pensamientos malvados» (logismoi), y que estos se sucedieran unos a otros en la mente del asceta. Su reducción a la forma de una bestia manifiesta, simbólicamente, la caída del espíritu, como aquellos ángeles caídos que traicionaron su naturaleza primigenia[2].

     El lenguaje simbólico ofrece, según Paul Ricoeur, la génesis al pensamiento humano, y representa según él la contingencia de la civilización introducida en el discurso. La simbología tiene siempre una intención doble, poética, que lleva a un meta-lenguaje y que va más allá del lenguaje categórico. El sujeto que piensa sobre el mal encuentra en los símbolos, según Filippo Riguetti, objetos arcaicos como si fuesen ideas innatas[3]. Para Mandred Lurker los símbolos y mitos hunden sus raíces en la verdad radical de la realidad, la cual, según la visión simbólica del mundo, afirma que ninguna cosa es ella misma, sino que detrás de los fenómenos sensibles se esconde un significado superior y a la vez más profundo, ya que «los símbolos forman parte del estrato primero de la evolución histórica y psíquica del hombre»[4].

     En el Fausto, Goethe nos presenta la figura de Mefistófeles «aquél que odia la luz». El análisis simbólico ve en dicho personaje medieval la tendencia perversa de la mente que despierta las fuerzas de lo inconsciente, las tendencias opuestas del «abismo», para confundir y esclavizar a través del instinto y la satisfacción, y al mismo tiempo representa el desafío de la vida, con todos los equívocos que entraña, si se desea entrar en la verdadera paz interior y en el equilibrio mismo del ser humano, quien se debate entre la «bestia» y el «ángel» que mediamos, por el hecho mismo de ser conscientes de ser «sintientes».

     El filósofo francés Paul Ricoeur nos habla en su obra la Simbólica del Mal de este debatirse paradójico al interno del hombre: «existe en el ser humano una cierta no coincidencia consigo mismo, una cierta desproporción del hombre consigo mismo»[5]. Su obra sobre la Simbólica del Mal se centra en el tema de la falibilidad, nuestra finitud original, es decir en la debilidad constitutiva humana que hace que el mal sea posible. Ricoeur a través de un análisis fenomenológico hermenéutico, aborda el problema del mal desde la libertad misma del ser humano, pues considera que si bien no somos el origen radical del mal, el modo en el que éste afecta a la existencia/consciencia humana lo hace manifiesto y posible objeto de estudio, pues «el estado de tentación del hombre, de extravío, de ceguera, su humanidad misma, es el espacio de manifestación del mal»[6].

     El autor de la Metáfora Viva, no duda en señalar que no sería de extrañarse que el mal haya entrado en el mundo con el hombre, pues esta cierta «no coincidencia» en el ser humano forma parte de su «constitución ontológica inestable, de ser más grande y a la vez más pequeño que él mismo. Es en sí mismo, exigencia de totalidad, como carácter obcecado, tanto amor como deseo. Tan destinado a la racionalidad ilimitada, a la totalidad y a la beatitud, como obcecado por una perspectiva; arrojado a la muerte y encadenado al deseo»[7].

     El ser humano para Ricoeur no está posicionado entre el ángel y la bestia, sino que es intermediario, y es intermediario porque es mixto y es mixto porque opera mediaciones[8]. Ser ser humano es mediar; ser ser humano es a la vez, tener la contradictoria capacidad de «dualizar», de estar sujetos continuamente a pensamientos, y emociones, que se contradicen en sí mismos. El camino del Buda diría ser ser humano, cuando no se ha alcanzado la «emancipación», es vivir sujeto al flujo ordinario de la consciencia.

     La característica ontológica del ser humano de ser intermediario consiste precisamente en el hecho que su acto de existir es el acto mismo de operar mediaciones entre todas las modalidades y todos los niveles de la realidad fuera de sí y en sí mismo[9]. Es en realidad la esencia «tensa» del hombre su problema fundamental: no saber vivir con el hecho de ser consciente. No conocemos, y no hemos creado una disciplina que nos eduque en la escuela de ser conscientes de esto que somos. Somos, análogamente, el umbral tenso de una puerta desde el cual operamos mediaciones. Mantenernos en dicho umbral nos hace humanos. Mediar entre la bestia y el ángel que «habitamos» nos hace humanos. El quicio del asunto es ¿cómo mediamos? El mismo Ricoeur intuye que «pareciese como si el ser humano sólo pudiese acceder a su propia profundidad por el camino real de la analogía, y como si la consciencia de sí mismo sólo pudiese expresarse a modo de enigma y requiriese no accidental, sino esencialmente de una hermenéutica»[10]. Pues la unidad viviente del hombre, alma y cuerpo, viene lacerada porque es pensada, «es justamente pensando que separamos la unidad viviente del hombre; pensar en el sentido más amplio es el acto fundamental de la existencia humana y este acto es la ruptura de una ciega armonía, el final de un sueño»[11].

     Para Filippo Riguetti los tentativos culturales e históricos que han tratado de resolver el enigma del mal mediante vías metafísicas reduccionistas, entendidas como teodicea, y que han «substancializado» y han hecho del mal una realidad autónoma en sí misma y dotada de espesor ontológico, han fallado, porque lo han colocado fuera de la falibilidad esencial del ser humano. Ante tales tentativos Ricoeur concluye que es necesario que el mal permanezca siendo un misterio: si no se nos ha concedido definir aquello que el mal es, se puede establecer sin embargo el ámbito al cual pertenece, es decir a la esencia tensa y falible del ser humano, a la esencia dinámica del actuar, y desde dicho lugar establecer aquello que el mal no es[12].

     Mattieu Ricard en su libro El monje y el filósofo[13], a propósito del «origen del mal», relata un breve pasaje del Buda cuando un día tomó en sus manos un puñado de hojas y preguntó a sus discípulos: «¿Hay más hojas en mis manos o en el bosque?». Los discípulos le respondieron que, sin duda, había más hojas en el bosque. El Buda continuó diciendo: « …pues hay un caudal de conocimientos que son inútiles para poner fin al sufrimiento y acceder a la emancipación».

     Y Filippo Riguetti, siguiendo a Paul Ricoeur, concluye su artículo Il problema della confessione del male, indicando que soportar el mal significa padecerse a sí mismo actuando, padecer la misma falibilidad de nuestra naturaleza humana.

     Parafraseando a Paul Ricoeur en su alocución Poder, fragilidad y responsabilidad con motivo de su doctorado honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid, quien se pregunta al contemplar a un niño que nace ¿Qué haremos con este ser frágil, qué haremos por él? Y responde revelando que la llamada que nos llega precisamente de lo frágil es justamente que lo dejemos crecer, que permitamos su realización y desarrollo[14]. Lo frágil nos hace responsables, cargamos con él. Se nos ha confiado esta fragilidad que somos, y al mismo tiempo somos designados como autores de nuestros propios actos. Ser frágil es tener el poder de actuar, de habitar y de responder a esta paradoja viva que somos.

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[1] Baudelaire, Ch., Las flores del mal. Editorial Planeta, Barcelona 2011, 120: Una Idea, una Forma, un Ser surgido del azur y caído en una Estigia cenagosa y plomiza donde ninguna mirada del Cielo penetra. Un Ángel, imprudente viajero que ha tentado el amor de lo informe, en el fondo de una pesadilla enorme debatiéndose como un nadador. Y luchando, ¡angustias fúnebres! Contra un gigantesco remolino que va cantando como los locos y pirueteando en las tinieblas. Un desdichado hechizado en sus tanteos fútiles para huir de un lugar lleno de reptiles, buscando la luz y la clave. Un condenado descendiendo sin lámpara al borde de un abismo cuyo olor traiciona la húmeda profundidad de eternas escaleras sin peldaños. Donde velan monstruos viscosos cuyos enormes ojos fosforescentes hacen una noche más negra todavía, dejándoles visibles sólo a ellos; un navío apresado en el polo, como en una trampa de cristal, buscando por qué estrecho fatal ha caído en aquel calabozo; Emblemas nítidos, cuadro perfecto de una fortuna irremediable ¡Qué hace pensar que el Diablo realiza siempre bien cuanto él hace! ¡Coloquio sombrío y límpido de un corazón convertido en su espejo! Pozo de la Verdad, claro y negro, donde tiembla una estrella lívida, Un faro irónico, infernal, antorcha de gracias satánicas, consuelo y gloria únicos ¡La conciencia en el Mal!

[2] Cf. ChevalierJ./Gheerbrant A., Diccionario de los Símbolos, Herder, Barcelona 1988, 415.

[3] Cf. Filippo Righetti. «Il problema della confessione del male: l’antropologia di Paul Ricœur e le sue fonti filosofico-religiose». Dialegesthai. Rivista telematica di filosofia [in linea], anno 15 (2013) [inserito il 28 dicembre 2013], disponibile su World Wide Web: <http://mondodomani.org/dialegesthai/>,[138 KB], ISSN 1128-5478, 25.

[4] Lurker M., El mensaje de los símbolos. Mitos, culturas y religiones, Herder, Barcelona 1992, 11.

[5] Ricoeur P., Finitud y culpabilidad, Trotta, Madrid 2004, 21.

[6] Ibid., 14.

[7] Ibid., 21.

[8] Filippo Righetti. «Il problema della confessione del male: l’antropologia di Paul Ricœur e le sue fonti filosofico-religiose». Dialegesthai. Rivista telematica di filosofia [in linea], anno 15 (2013), 25.

[9] Idem.

[10] Ricoeur P., Finitud y culpabilidad, op. cit., 11.

[11] Filippo Righetti. «Il problema della confessione del male: l’antropologia di Paul Ricœur e le sue fonti filosofico-religiose». Dialegesthai. Rivista telematica di filosofia [in linea], anno 15 (2013), 26.

[12] Cf. Ibid., 17.

[13] Cf. Revel J-F.,-Ricard M., El monje y el filósofo, Ediciones Urano, Barcelona 1998,

[14] Ricoeur P., Poder, fragilidad y responsabilidad: alocución del filósofo francés con motivo de la investidura de su doctorado honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid el 27 de enero de 1993.